Hace unos días empecé con unas molestias en el hombro, en parte creo que por andar algo flojo con la actividad física…
Sin saber bien cómo retomar el ejercicio, decidí que volvería a nadar.
Sólo para rehabilitar. Sólo para sanar.
No era por bajar grasa o peso, ni ser más rápido o fuerte, era por aliviar una inflamación leve que no desaparecía.
Todo lo que haría iba orientado a esa pregunta:
“¿Me sirve para sanar?”
Comer algo en particular, hacer pesas y cuánto cargar o dejar de hacerlo, estirar, dormir de lado…
Cuando me enfoco con facilidad es porque hay un dolor, miedo o enamoramiento tremendo.
Pero con un dolorcito, como era el caso actual, me parece una medida de autocuidado, un ejercicio de práctica por si se llega a requerir una herramienta tan enfocada en una emergencia.
Ese dolorcito empezó a dibujar el mapa e instructivo en una intención muy clara:
“Esto que hago, compro, como, peleo, evado, pienso, siento, digo…
¿me ayuda a sanar?”
Creo que la pregunta aplica para pequeños inconvenientes o para crisis abrumadoras.
Y si la respuesta es negativa, pruebo algo diferente y vuelvo a tomar la misma pregunta como referencia si no siento alivio.
Tanto para dolores pequeños, como para los abrumadores… Un ejercicio de orientación es preguntarme con sinceridad y constancia:
“¿Esto me ayuda a sanar?”
Puede parecer frívola la cuestión, pero es un llamado de conciencia para cortar la inercia que el sufrimiento genera y que no es tan fácil de frenar.