La siguiente es una adaptación de un fragmento del libro: La Dieta del Alma de Marianne Wiliamson:
Explora tus sentimientos
La fuerza que alimenta una compulsión nace de sentimientos no elaborados. Hacer algo en exceso es un intento de reprimir las emociones que bullen en nuestro interior, para no tener que afrontarlas.
Lo que diferencia tus emociones de las de otras personas no es lo que sientes. Lo que las hace distintas es tu forma de procesarlas… y, a veces, de la imposibilidad de procesarlas. El adicto a algo o a alguien toma sentimientos que podrían elaborarse desde la razón y los desplaza al cuerpo, donde, al no poder resolverse, se enquistan. Sólo hay un modo de librarse del peso de unas emociones no elaboradas: concedernos permiso para experimentarlas.
Los sentimientos que no se reconocen no se sienten del todo. ¿Cómo vas a sentir plenamente algo que no puedes nombrar? Estoy triste, estoy avergonzado, estoy abrumado, me siento humillado, estoy enfadado, estoy asustado, me siento rechazado, me siento excluido, me siento traicionado, me siento engañado, me siento insultado, estoy desesperado, estoy nervioso, me siento frustrado, me siento culpable, me siento solo… a menudo se traducen como: quiero algo.
Desde luego que tienes hambre, pero no de comida. Al dar un rodeo para no reconocer tu dolor de forma consciente, vas directamente en busca de algo para mitigarlo. Pretendes que una fuente externa te proporcione algo que sólo existe dentro de ti. Pero no podrás librarte del dolor si antes no admites que está ahí. Las emociones requieren que las sientas, igual que los alimentos necesitan ser masticados. La psique debe digerir los sentimientos del mismo modo que el estómago digiere la comida. La persona que come compulsivamente tiende a darse atracones para evitar sentir lo que siente, pero después trata la comida como ha tratado la emoción: la engulle a toda prisa, sin masticarla y sin apenas digerirla. Una vez sentidas, las emociones se pueden identificar, considerar, aprender de ellas y elaborarlas.
Sin embargo, en vez de reconocer y sentir tus pasiones, has aprendido a rechazarlas antes incluso de que se hayan formulado. Reprimes aquello que temes sentir, y apenas confías en la sabiduría de tu sistema emocional. Ni siquiera eres consciente de que tus emociones contengan sabiduría; ¿cómo podrías, si nadie les concedió importancia? Pero son sabias; forman parte del genio de la psique humana.
Las emociones, aun las más dolorosas, tienen la función de decirte algo. Son mensajes que debes atender. Ahora bien, ¿cómo vas a atender algo si no sabes que está ahí? Los sentimientos deben ser reconocidos y sentidos; en caso contrario, no podemos aprender de ellos, crecer con ellos, ni siquiera integrarlos.
Tal vez la vida te haya enseñado que las emociones son peligrosas. Quizás, en la infancia, te dijeron algo como: «Deja de llorar o te voy a dar buenos motivos para hacerlo», un mensaje cargado de tiranía emocional que sin duda te enseñó a reprimir los sentimientos a toda costa. Es posible que tus padres, teniendo otras cosas y otros niños en los que pensar, ignoraran, quitaran importancia o incluso se burlaran de tus emociones. Lo que importa es que, por los motivos que fueren, aprendiste a muy temprana edad a no conceder importancia e incluso a no sentir de verdad tu mundo emocional.
Si has experimentado un trauma grave o violento, has aprendido a entumecerte automáticamente para no padecer el golpe siguiente. Es un excelente mecanismo de defensa por parte de tu inconsciente: ser capaz de congelarse con tanta rapidez que, cuando llega el golpe, ya se ha protegido. El problema, no obstante, radica en que este mecanismo de defensa sólo estaba pensado para situaciones de emergencia; fue creado para salvarte de un peligro inminente, no para actuar en todo momento. No tenía que alterar radicalmente tu sistema de reacción emocional, y sin embargo lo hizo. A una edad muy temprana, quedaste expuesta a lo que tu psique percibió como un peligro, y ahora tu inconsciente no distingue entre una amenaza importante y un estrés tolerable. No sabe qué puede aceptar y qué debe rechazar, de modo que se protege contra todo, por si acaso.
Un sentimiento oculto bajo la alfombra no está resuelto, sino almacenado donde no debe estar. Se convierte en energía inerte en vez de dinámica, y se enquista en tu interior en lugar de ser liberada. La energía no se destruye. Y las emociones no son sino poderosas formas de energía. Si tienes demasiado miedo como para sentir determinada emoción, su energía tomará alguna dirección de todos modos. En realidad, una emoción no entraña peligro hasta que se rechaza, pues entonces se proyecta en los demás o queda atrapada en las propias carnes. Ese gesto no hace sino provocar nuevos sentimientos (vergüenza, humillación, azoramiento y fracaso), lo cual desemboca en un aluvión infinito de argumentos que te incitan a renunciar y a reciclar tu dolor.
Al defenderte de los sentimientos que te abruman, creas nuevas emociones que son abrumadoras. Al principio, tratas de mantenerlas a raya, de devorarlas, de aturdirte en lugar de sentirlas, y al hacerlo desencadenas un torrente de sentimientos dolorosos. Intentando escapar de tus sentimientos, creas una marea emocional que te inundará sin remedio una vez que comprendas lo que has hecho. Los únicos sentimientos que deberías temer son aquellos que ignoras. En la mitología griega, Poseidón es el dios del mar. Si le dice a las olas que se calmen, éstas obedecen. En el Nuevo Testamento, Jesús caminó sobre las aguas y aplacó la tormenta. Ambas metáforas ofrecen imágenes transfísicas de los efectos de la Mente Divina en las turbulencias del ser. El Espíritu es el amo, no el esclavo, de nuestro mar interno. Tu tarea, en consecuencia, consiste en entregar tus sentimientos a Dios, para que te eleve por encima de las tormentas de tu inconsciente. La tempestad ruge por una sola razón: para que no ignores a tu yo interior.
Pensar que uno, por sí mismo, puede controlar la fuerza incontenible de los sentimientos no elaborados sería como dar crédito al niño que, plantado en la playa, se cree capaz de detener las olas del mar. Tal vez aprietes los dientes y te mantengas fiel a tu decisión durante toda la mañana; a lo mejor cierras los puños y lo consigues durante toda la tarde; quizás, incluso, te mantengas firme hasta las 10 de la noche. Pero en algún momento, la compulsión, una vez más, habrá ganado la partida.
La necesidad de excederte refleja la rabieta emocional que te asalta cuando esa parte tuya que no se siente escuchada exige que le prestes atención. Y lo consigue. Tienes dos opciones: sentir la emoción u obedecer la orden cruel de hacer algo para atenuar temporalmente el dolor que te provoca ignorarla.
Salta a la vista que la opción más funcional pasa por sentir la emoción. Si careces de una pauta eficaz para prestar atención a tus sentimientos, elaborarlos, dar testimonio de ellos, aceptarlos y observar cómo se transforman milagrosamente, pueden tomar tu vida por asalto como una fuerza aterradora que te domina en lugar de obedecerte. Ha llegado la hora de poner fin a tu esclavitud emocional construyendo tu superioridad espiritual.
La superioridad espiritual no se consigue a fuerza de voluntad sino capitulando. Cuando experimentas un sentimiento y lo aceptas, no quedas abandonada a su merced, como si pendieras sobre un precipicio emocional, a punto de caer a un abismo del que es imposible escapar. Cuando encomiendas un sentimiento doloroso a la Mente Divina, lo cedes a un poder capaz de librarte de él mediante el sencillo sistema de transformar los pensamientos que lo han provocado. Todo cuanto entregues a Dios para que lo transforme será transformado, y todo aquello a lo que te aferres permanecerá inmutable. Encomendar las emociones implica sentirlas, sí, pero también renunciar a ellas. Resulta irónico que tengas miedo de sentir lo que sientes. Como persona que tiene una compulsión, el infierno que has creado y has tenido que soportar es una de la experiencias más dolorosas que existen. Los terribles sentimientos de fracaso que acompañan al compulsivo hacen que tu tolerancia al dolor sea más alta de lo que crees. El sufrimiento que tratas de evitar no es nada comparado con el que estás experimentando. El psicólogo suizo Carl Jung dijo en cierta ocasión: «Toda neurosis es la expresión de un sufrimiento legítimo». Cualquier tendencia patológica delata la existencia de energías mal encauzadas provocadas por un dolor no elaborado.
La patología no desaparece cuando reprimes el malestar, sino cuando aceptas el sufrimiento legítimo que trata de expresar. La sanación espiritual es un proceso. En primer lugar, das cabida al sentimiento; después sientes el dolor que legítimamente te provoca, sea cual sea; a continuación rezas para aprender la lección que el malestar trae consigo; luego intentas perdonar; y, por último, se te concede la gracia de Dios. Cuando concluye la experiencia, has dejado de sufrir y has crecido como ser humano.
Cuando optas por crecer espiritualmente, ya no necesitas crecer tanto físicamente. Liberada, la energía fluye, por lo que ya no necesita acumularse en tu cuerpo. Los sentimientos te asustan de un modo parecido a como lo hace tu dependencia: temes no ser capaz de ponerles freno una vez desatado el proceso. Ahora bien, en realidad, sólo perdemos el control sobre las emociones cuando no confiamos en que Dios nos ayudará a elaborarlas. Si se las encomendamos a la Mente Divina, pasan a formar parte del orden divino, donde se hacen sentir de la manera adecuada y después se disuelven.
Lo mismo sucederá con tu angustia, puesto que es un mero reflejo bien de la agitación, bien de la paz. El dolor que provoca un sentimiento no constituye motivo necesario para evitarlo. Quizá saboteaste una relación; a menos que sientas remordimientos, ¿cómo vas a identificar ese patrón autodestructivo? Es posible que tu marido te abandonase; tu tristeza es totalmente comprensible puesto que llevaban 30 años casados. Tal vez tu hijo esté enfermo de gravedad; el dolor y la pena que sientes sólo indican que eres humana.
Si abordas todas esas emociones de la manera apropiada, se convierten en estaciones del camino a la gracia. Sí, al final del trayecto habrás crecido y ya no te sabotearás, pero primero tienes que experimentar el dolor. Sí, después del divorcio te sentirás más fuerte y libre para volver a amar, pero primero tienes que experimentar el dolor.
El sufrimiento no te hace débil; sólo tu empeño en evitarlo te debilita. Y por desgracia, las tendencias culturales de una sociedad obsesionada con la felicidad fácil y rápida fomentan la evasión y la huida de un sufrimiento por lo demás legítimo.
Hace años, dirigí un grupo de apoyo al dolor para personas que habían perdido a algún ser querido. Les dije: «Eh, vosotros, recordad. Éste es un grupo de apoyo en situaciones dolorosas, no un grupo para negar el dolor».
A través de la pena, nuestro ecosistema emocional, impregnado del mismo genio que cualquier otro aspecto de la naturaleza, elabora una realidad emocional demasiado impactante a priori. El hecho de que estés triste no implica en sí mismo que sufras un trastorno. Sólo significa que estás triste. Quiere decir, únicamente, que eres humana. Sea lo que sea lo que estás sintiendo, no pierdas de vista esa realidad. No hay motivo para ponerse a comer (ni a hacer cualquier otra cosa, de hecho) para huir de las emociones. Los sentimientos no son tus enemigos sino tus aliados. Siempre tienen algo que enseñarte, hasta los más duros. La tristeza, cuando la tratas con cuidado, se transforma en paz, pero sólo si te concedes la oportunidad de sentirla primero. Éste es el mensaje fundamental de todas las grandes religiones y sistema espirituales del mundo: en tanto no llegue el final feliz, la historia no habrá terminado.
Otro sentimiento que el compulsivo trata de evitar es el mero estrés que provoca vivir en el mundo actual. Desde llevar la casa hasta dirigir una empresa, el estrés de la vida moderna empuja a la gente a buscar la forma de anestesia que tenga más a mano. Engullo, compro, hago, deseo, porque estoy abrumado. La sensación de impotencia aparece irremediablemente cuando no reconocemos la mano de Dios que aglutina todas las cosas. Si tienes la sensación de que debes controlarlo todo (si no crees que Dios está ahí para hacerse cargo de los detalles), no es de extrañar que te abrume la impotencia. Ahora bien, tú no puedes sostener las estrellas del cielo, pero salta a la vista que alguien lo hace. ¿No podría ese alguien sostener y armonizar las diversas circunstancias de tu vida? De hecho, el universo al completo se mantiene a salvo en las manos de Dios. Los planetas giran alrededor del Sol, las estrellas brillan en el cielo, las células se dividen, los embriones se convierten en niños. Un embrión no se lamenta: «¡No sé cómo voy a conseguirlo! ¡Yo no sé hacer que las células se reproduzcan!» No le hace falta saberlo. Un programa mayor que él mismo se abre paso como parte del plan de la naturaleza. Cualquier situación que coloques en manos de la Divinidad se elevará para formar parte del orden divino. Si mirar las estrellas del cielo nocturno no te abruma, tampoco deberían hacerlo tus propias circunstancias. La misma fuerza del amor que ha puesto ahí las estrellas, cohesiona y redirige tu propia vida cuando hace falta.
Sin embargo, a menos que reconozcas tu sensación de impotencia, a menos que afirmes: «¡Uf, todo esto me supera! Tengo la sensación de que mi vida entera se va a derrumbar si cierro los ojos por un instante», no estarás en posición de rendirte al poder supremo. En ese caso, ruega para que suceda el siguiente milagro: Dios querido: Te suplico que te hagas cargo de esta situación que pongo en tus manos. Te ruego que te ocupes de los detalles, que saques a mi mente de su error y me reveles lo que debo hacer. Amén. No necesitas soportar el peso del mundo en tu espíritu ni en tu cuerpo. Puedes «aligerarte» porque el espíritu está contigo. Despréndete de tu carga y recorre el mundo con paso ligero. Cualquier emoción, cualquier situación, cualquier relación, cualquier problema pueden ser entregados con seguridad a la Mente Divina para que te sientas más liviana.
Williamson, Marianne, La Dieta del Alma, Leccion 13: Explora tus sentimientos, pp. 152-162, Ed. Urano, 2011, versión Kindle.
Copyright secured by Digiprove © 2021 Arturo Hernández